Cuando terminé el secundario, sentí que se me acababa el mundo. Sabía que iba a cursar una carrera universitaria en la UBA (Universidad de Buenos Aires). Todas las flechas apuntaban ahí, no veía otra opción. Pero me angustiaba mucho decidir, de una vez y para siempre, qué iba a ser.
Me anoté en Antropología porque quería conocer culturas diferentes, viajar por el mundo y escribir lo que descubriera por el camino. Me imaginaba siendo una especie de Indiana Jones novelista. Y no, en ese momento no me daba cuenta de que, si el destino final era escribir, podía hacerlo directamente, sin tantos rodeos.
En el secundario no tenía muchas amigas. Al terminar las clases me seguí viendo con una sola y terminamos peleando por un chico. Me quedé completamente sola en medio de una multitud, porque el CBC (Ciclo Básico Común, una especie de curso de ingreso a la facultad) estaba lleno de desconocidos. Cientos de personas que no iba a volver a ver nunca más en la vida.
Sola, incómoda y viviendo una crisis existencial al obligarme a decidir cómo iba a ser tooooda mi vida de ahí en adelante, lloraba casi todos los días. No tenía con quién compartir lo que me estaba pasando; mi familia no me aguantaba más. Por supuesto que me refugiaba en los libros. En esa época se me había dado por leer a Hesse, Sartre, Nietzsche: ahí estaban las personas que me entendían. No me acuerdo cómo ni cuándo se me dio por escribir lo que estaba pasando. Eran hojas y hojas de pura catarsis que, por suerte, empezaron a aliviarme.
Así estaba cuando, paseando por mi barrio -San Telmo- descubrí un café-librería nuevo. Me llamó mucho la atención y entré a chusmear. El espacio era espectacular: una mezcla de teatro, living y biblioteca. Había sillones de diferentes tamaños y mesitas dispuestas tipo café concert orientadas al escenario. En ese momento, además, yo pintaba, y vi que en las paredes había una exposición de pinturas. Inmediatamente me vi colgando mis cuadros ahí (cosa que sucedió más adelante, pero eso es otra historia). Me puse a pispear los libros y vi un cartel que decía:
TALLER DE POESÍA
Yo no escribía poesía, yo escribía “mis sentimientos”. Sin embargo, algo me decía que sí, que algo de poesía habría en esas páginas de lamentaciones infinitas. Decidí probar y me anoté. Empecé a leer vorazmente lo que me recomendaban en las clases, iba a los recitales de poesía, a las proyecciones de películas de culto y los recitales de cantantes queer que organizaba el café. En poco tiempo me había instalado en el lugar, iba casi todos los días.
La gente del taller era muy diversa, realmente había de todo: desde contadores hartos de los números que buscaban un espacio de vuelo hasta artistas del under que querían ser convocados para los eventos del café. El grupo cambiaba todo el tiempo, creo que yo era la única que iba religiosamente todos los lunes a leer y escuchar poesía recién salida del horno. Un día vino Carla, una chica unos años más grande que yo, que estudiaba Letras y trabajaba en una oficina. Me enamoré de su escritura e hice fuerza para que se quedara, pero después de tres lunes desapareció. Le pedí el mail a mi profe con la excusa de que me había prestado unos libros y se los quería devolver. No me animé a decirle la verdad: que me sentía muy sola, que no tenía amigas y que sentía que con ella podría conectar.
Como sabía que a Carla le gustaban las artes plásticas, aproveché que tenía entradas gratis para ver una exposición y le escribí para invitarla. Me sorprendió que me dijera que sí. Tal vez hacer amigos no era tan difícil como creía, pensé. Ese fin de semana fuimos al museo, después a un café y después a la vereda, porque el café cerró y nosotras seguíamos charlando.
“Que no se corte”, me dijo cuando nos despedimos. Sí, claro, pensé, lo mismo que decían mis amigas del secundario. ¿Y dónde están ahora? Pero ella lo dijo sinceramente: nos volvimos a encontrar varias veces durante el año. Así me enteré, de que, además de la facultad y la oficina, bailaba en una murga, quería armar un emprendimiento de catering (cocinaba muy rico) y estaba por dejar a su novio de toda la vida. A mí lo de la murga me interesó, porque una de las veces que salimos juntas la había acompañado al cumpleaños de uno de los percusionistas y ese grupo me había parecido el más buena onda que había conocido en mi vida.
―¿Y por qué no venís?
―¿Adónde?
―A la murga.
―¿Yo?
―Sí, boluda, vos. Yo te enseño los temas, los vas a sacar enseguida.
Y así fue como me uní a la murga y Carla y yo empezamos a vernos mucho más seguido. Muchas veces, después de ensayar, me quedaba a dormir en su casa en Villa Urquiza porque se me hacía tarde para volver a San Telmo. Y porque, sí: seguíamos hablando y hablando hasta altas horas de la madrugada.
Llegó el carnaval y yo no podía creer lo que estaba viviendo: íbamos de barrio en barrio con la murga cantando en el colectivo que habíamos alquilado. Era una fiesta que no decaía en ningún momento y -lo más lindo- hacíamos bailar y divertirse a mucha gente. Todavía hoy me acuerdo de una señora que me vino hablar después de una actuación y me dijo “Gracias por hacer feliz a mi hija”.
Una de esas noches, Carla se animó y habló con el novio para pedirle un tiempo. Se estaban por ir de viaje al norte, ya tenían los pasajes comprados y, después de esa charla, él le dijo que fuera ella, que él prefería quedarse.
―¿No querés venir vos?
―¿Yo?
―Sí, boluda, vos. Acompañame, dale.
Más vale que me moría de ganas de ir. Y fui. Con mi cuaderno naranja hecho con mis propias manos para registrar todos los detalles del viaje. Y con mis primeras publicaciones: dos hojas fotocopiadas y dobladas en forma de tríptico para regalarle a los viajeros que me encontrara por el camino. Hablar con desconocidos me costaba un montón, pero darles a leer mis cosas me parecía un planazo.
Ahí estaba, seis meses después de haberla conocido a Carla, con el CBC de Antropología aprobado, en medio de la puna y flasheando con la vida de los kollas. Pero lo que yo escribía no tenía nada que ver con sus vidas ni con su cultura. Escribía sobre mí. Sobre lo que observaba y lo que sentía. Empecé a dudar de mi elección. Cuando volviera a Buenos Aires me esperaba el comienzo de mi carrera y no estaba segura de estar caminando hacia la dirección correcta. Me moría de ganas de hacer Letras, como Carla. Pero cada vez que consideraba esa opción, me venía la frase que escuchaba hasta el hartazgo cada vez que compartía mi inquietud: “¿y de qué vas a vivir?”. Por alguna razón viajar por el mundo conociendo otras culturas me parecía un trabajo posible; leer y escribir ficción, no.
Estábamos por volver a casa cuando le pregunté directamente:
―¿Qué pensás sobre el tema “vivir de la Literatura”?
―Yo no vivo de la Literatura, yo vivo para la Literatura.
No hizo falta más argumento que ese. Me cambié de carrera absolutamente convencida. Ahora sí: iba a escribir directamente, sin rodeos, todo lo que llevaba adentro.
El primer día de clases me tocó la materia Teoría y Análisis Literario. Se daba en el subsuelo, en un aula enorme que, en otro tiempo, debería haber sido el depósito de la exfábrica de ladrillos. Llegué puntual y ya no había lugar: todas las sillitas con escritorio plegable incorporado estaban ocupadas. Entre la primera fila de pupitres y el pizarrón, algunos privilegiados habían logrado sentarse en el piso. No me quedó otra que quedarme al fondo, parada, rodeada de personas amuchadas como el subte en hora pico.
El profesor, que además era el director de la carrera, pidió que levantaran la mano los que estaban ahí porque querían ser escritores. Yo no me animé a hacerlo, pero vi que unas veinte personas sí.
―Ahí está la puerta ―dijo el profesor, incapaz de contener la sonrisa.
En ese momento lo odié: sentía que se estaba burlando de mí. Pero tenía toda la razón. Estudiar Letras no tiene nada que ver con escribir ficción. Aprendés a leer y, en todo caso, a escribir monografías. Igual me quedé, porque la perspectiva de que estudiar fuera leer novelas me encantaba.
Me daba mucha pena no coincidir con Carla en la facultad, porque ella estaba bastante avanzada y yo tenía que hacer las materias troncales. Así que tuve que enfrentarme sola a esas clases llenas de gente desconocida (¿trescientas, cuatrocientas personas? Soy muy mala calculando).
Por suerte siempre me interesó encontrarte la vuelta a los obstáculos: sabía que no podía saltar la piedra, pero sí podía rodearla. No iba a dejar de ser tímida de un día para el otro. Así que fui a la clase de Teoría y Análisis Literario muy temprano con mate recién hecho, calentito, y bizcochitos de grasa Don Satur. Conseguí sentarme en un pupitre y, cuando empezó a caer gente, me puse a merendar lo más tranquila. No tuve que decir ni hola: enseguida se me acercaron y me pidieron que les convidara un mate. Y sí, un bizcochito, por qué no. Así fue como todo el mundo empezó a llamarme “Mate”.
Pasaban las semanas y yo no me animaba a corregirlos, a decirles: “decime Ceci, me gusta mi nombre”. Digamos que soportaba la situación aunque me sintiera profundamente incómoda. Un día se lo comenté a Carla y, como temía, me alentó para que saltara la piedra.
―¿Por qué no hacés teatro?
―¿Teatro? ¿Yo?
―Sí, boluda, vos. Vamos, yo te acompaño. Siempre me dio curiosidad.
La gente de teatro era tan copada como la de la murga. Empezaba a pensar que había tenido muchísima mala suerte con mis compañeros del secundario que, en su mayoría, vivían en una pecera de amargura. No me preocupaba el tema de la sociabilidad porque estaba con Carla: ella se iba a encargar de organizar juntadas en su casa, cocinar para todo el mundo y encontrar fiestas para ir en malón.
Y así fue. Solo que, al poco tiempo, Carla se puso de novia con un chico nuevo que tenía una camionetita disponible para hacer envíos y decidieron armar juntos el emprendimiento de catering. El proyecto implicaba tanto tiempo que Carla dejó teatro y la facultad y cada vez era más difícil encontrarnos. En menos de seis meses quedó embarazada y nuestras vidas se volvieron tan diferentes que sentía que se había mudado de país. Nunca más la vi, pero siempre la recuerdo con cariño porque, sin ella, la Ceci de hoy no tendría sentido.
***
Esta es la primera de una serie de entregas que quiero compartir con vos sobre mis procesos en relación a la Literatura y la creatividad. Están basados en cosas que me pasaron pero, sinceramente, mi memoria no es para nada fiable y, además, exageré, mezclé y cambie de lugar personajes y circunstancias para poder contar lo esencial. Muchas veces hay que mentir para decir la verdad. Y creo que esa es una de las cosas más divertidas de escribir historias.
Me encantaría saber cómo fueron tus comienzos en la escritura, qué pensás de esta cuestión de “vivir de” o “vivir para”, cómo te pegó la adolescencia… En fin, lo que quieras contarme que se te haya disparado de la lectura, ¡dejamelo en los comentarios! Me encantaría leerte.
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Hola Ceci, me parece genial lo que compartes. Yo comencé con los talleres pensando que debía sometera mi cabeza a un aprendizaje de algo ajeno a mí hasta ese momento por que me había jubilado y no quería sumergirme en la decadencia. Siempre me gustó leer, pero jamás había escrito. De pronto descubrí que la escritura se me volvía una necesidad, péro que la dificultad estaba puesta en permitirme sentir antes. Me encanta el desafío que eso significa, y los estremecimientos que produce en mí cada sensación nueva que acojo con el alma, dispuesta a transformar en algo escrito para compartir
Hola! Me gustó leer tu experiencia de vida en relación a esa porción del proceso que fuiste atravesando para ser escritora. Me fui deslizando suave y amorosamente por la lectura.
Con respecto al cuaderno, parece rojo, no naranja, jajaja.
El texto del tríptico me costó, es denso.
Un cariño grande, Marcela.
Hola Ceci, que lindo lo que contás.
Yo escribo desde mí adolescencia, las hojas y las lapiceras tienen un lugar especial en mí mochila o cartera.
Amo escribir
Le escribí a mi madre cartas que me gustaría recopilar y le he escrito a mí hija dos diarios con la historia de su vida.
Escribí mí primera novela, que publiqué el año 2022.
Soy feliz escribiendo.
Contar historias sana el alma.