Por Jaz Rodríguez

La hoja en blanco puede ser una fuente de gran ansiedad para algunas personas que sienten el deseo de escribir, ese llamado desde su interior que se expresa como un “tengo ganas de escribir… ¿y si pruebo?”, pero que choca con la pulcritud de la página vacía. Porque de esa hoja, aparentemente muda, salen miedos, fantasmas, trabas que buscan impedir que nos expresemos. A veces, eso aparece en forma de una fantasía o prejuicio, como que para poder escribir hay que tener grandes aventuras, experiencias insólitas, una vida excepcional. Y que, por eso, escribir es para pocos. 

Por supuesto, mi intención es desmentir eso. Creo que escribir es para quienes quieren hacerlo. 

Y una vez que nos animamos, probamos, y nos gusta, el deseo es adquirir el hábito y sostenerlo —qué importante es la gimnasia de los 5 minutos diarios para esto—. En esta suerte de entrenamiento en la escritura, vamos adquiriendo herramientas que antes de limitarnos o encuadrarnos nos ayudan a abrir la imaginación, a descubrir qué es lo que tenemos para contar. 

Ya hablé de lo importante que me parece recuperar la mirada infantil para animarnos a jugar con la imaginación. Y acá voy a volver a eso, porque el ejercicio de la ingenuidad tiene algo de infantil y mucho que aportar a lo literario. Despojarnos de nuestra experiencia, de nuestro conocimiento práctico del mundo, sacarle el sentido que le hemos atribuido a las cosas, nos abre a nuevas posibilidades. Sin grandilocuencias, sin huir de lo cotidiano. Un ejemplo clásico nos lo brinda Julio Cortázar en “Instrucciones para subir una escalera”. ¿No lo conocés? Comparto un fragmento:

Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables.

 

Agachándose y poniendo la mano izquierda en una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situó un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladar de una planta baja a un primer piso.

 

Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente (…)

Cuento del libro Historias de cronopios y de famas (1962).

Conocemos tan bien las escaleras, subirlas es una acción tan automática, que no requieren de nuestra atención. Pero, si hacemos el ejercicio de volver extraño algo tan conocido, las posibilidades de escritura crecen (¡un párrafo para explicar qué es un escalón!).

Es un doble movimiento: adquirir el hábito de escribir y sostenerlo, y despegarse de todos los demás. Es un ejercicio de olvido. Me olvido de lo que sé, de lo que hago todos los días, del funcionamiento de todas las cosas, de las reglas sociales.  Automatizo la escritura, pero fuera del movimiento de la mano, estoy presente, no doy nada por sentado. Me dispongo a vivir como a ir al cine: prestar mis ojos a lo que me ofrece la pantalla, con la atención centrada, abierta a sorprenderme y a dejarme conmover por algo nuevo (quienes hacen el taller de Escritura Creativa saben bien que algo de esto hay en los ejercicios de visualización: actitud relajada y atenta). 

Entonces, en mi vida común y corriente, empieza a suceder la magia. Donde antes veía un fondo indiferenciado de actividades rutinarias, veo figuras que sobresalen y atraen mi atención. Aparecen personajes, historias, mundos. No necesito tener aventuras extraordinarias para tener algo que escribir. Alcanza con ver con ojos nuevos mi propia rutina, desnaturalizarla, jugar con lo que implica ver algo como por primera vez. 

“Pero, ¿cómo puedo empezar a practicar esto?” alguien puede preguntar. Mi respuesta es una propuesta: pensá en tres acciones que hagas todos los días (como “desayunar”, “ducharme” o “pasear al perro”). Ahora, ¿te animás a jugar a imitar a Cortázar? Elegí una de las acciones y poné la lupa sobre ella, escribí el paso a paso más minucioso que puedas. ¡Seguro encontrás un montón de detalles! ¿Querés contarme lo que descubrís?

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