Necesitaba descansar, asà que alquilé una casona en un pueblo de la costa, lejos de la ciudad. Quedaba a quince kilómetros del pueblo, siguiendo el camino de ripio, hacia el mar. Cuando iba llegando, los pastizales me impidieron seguir en auto. El techo de la casa se veÃa a lo lejos. Me animé a bajar. Tomé lo imprescindible, y seguà a pie. OscurecÃa y, aunque no se veÃa el mar, podÃa escuchar las olas alcanzar la orilla. Ya estaba a pocos metros cuando tropecé con algo.
—¿Es usted? Retrocedà asustado.
—¿Es usted, don? —un hombre se incorporó con dificultad—. No desperdicié ni un solo dÃa, eh… Se lo juro por mi mismÃsima madre…
Hablaba apurado; estiró las arrugas de la ropa y se acomodó el pelo.
—Pasa que justo anoche… ImagÃnese, don, que estando tan cerca no iba a dejar las cosas para el otro dÃa. Venga, venga —dijo, y se metió en un pozo que habÃa entre los yuyales, a sólo un paso de donde nos encontrábamos.
Me agaché y asomé la cabeza. El agujero medÃa más de un metro de diámetro y adentro no se alcanzaba a ver nada. ¿Para quién trabajarÃa un obrero que no reconocÃa ni a su propio capataz? ¿Qué andarÃa buscando para cavar tan profundo?
—Don, ¿baja?
—Creo que se equivoca —dije.
—¿Qué?
Le dije que no bajarÃa y, como no contestó, me fui para la casa. Recién cuando llegué a las escaleras de entrada escuché un lejano muy bien, don, como usted diga.
A la mañana siguiente salà a buscar el equipaje que habÃa dejado en el auto. Sentado en la galerÃa de la casa, el hombre cabeceaba vencido por el sueño y sujetaba entre las rodillas una pala oxidada. Al verme la dejó y se apresuró a alcanzarme. Caminó en silencio detrás de mÃ. Llegamos, esperó a que yo bajara todo del coche y cargó lo más pesado. Preguntó si los paquetes eran parte del plan.
—Primero necesito organizarme —dije y, al llegar a la puerta, le quité lo que cargaba para evitar que entrara a la casa.
—SÃ, sÃ, don. Como usted diga. Entré. Desde las ventanas de la cocina vi la playa. Apenas habÃa algunas olas, el mar estaba ideal para nadar. Crucé la cocina y espié por la ventana del frente: el hombre seguÃa ahÃ. De a ratos miraba hacia el pozo y de a ratos estudiaba el cielo. Cuando salÃ, corrigió la postura y me saludó respetuoso.
—¿Qué hacemos, don?
Me di cuenta de que un gesto mÃo hubiera bastado para que el hombre se echara a correr hacia el pozo y se pusiera a cavar. Miré hacia los pastizales, en dirección al pozo.
—¿Cuánto cree usted que falte?
—Poco, don, muy poco…
—¿Cuánto es poco para usted?
—Poco… no sabrÃa decirle.
—¿Cree que pueda terminar esta noche?
—No puedo asegurarle nada… usted sabe: esto no depende sólo de mÃ.
—Bueno, si tanto quiere hacerlo, hágalo.
—Delo por hecho, don.
Vi al hombre tomar la pala, bajar los escalones de la casa hasta el pastizal y perderse en el pozo.
Más tarde fui al pueblo. Era una mañana de sol y querÃa comprar un short de baño para aprovechar el mar; a fin de cuentas, no tenÃa por qué preocuparme por un hombre que cavaba un pozo en una casa que no me pertenecÃa. Entré a la única tienda que encontré abierta. Cuando el empleado estaba envolviendo mi compra, preguntó:
—¿Y cómo va su cavador?
Me quedé unos segundos en silencio, esperando quizá que algún otro contestara.
—¿Mi cavador?
Me alcanzó la bolsa.
—SÃ, su cavador…
Le extendà el dinero y miré al hombre, extrañado; antes de irme no pude evitar preguntarle:
—¿Cómo sabe del cavador?
—¿Que cómo sé del cavador? —dijo, como si no me comprendiese.
Volvà a la casa y el cavador, que esperaba dormido en la galerÃa, se despertó en cuanto abrà la puerta.
—Don —dijo poniéndose de pie—, hubo grandes avances, puede que estemos cada vez más cerca…
—Pienso bajar a la playa antes de que oscurezca.
No recuerdo por qué me habÃa parecido una buena idea decÃrselo. Pero ahà estaba él, feliz por el comentario y dispuesto a acompañarme. Esperó afuera a que me cambiara y un poco más tarde caminábamos hacia el mar.
—¿No hay problema en que deje el pozo? —pregunté.
El cavador se detuvo.
—¿Prefiere que vuelva?
—No, no, le pregunto.
—Es que cualquier cosa que pase… —amagó con volver— serÃa terrible, don.
—¿Terrible? ¿Qué puede pasar?
—Hay que seguir cavando.
—¿Por qué?
Miró el cielo y no contestó.
—Bueno, no se preocupe —continué caminando—, venga conmigo —el cavador me siguió, indeciso.
Ya en la playa, a pocos metros del mar, me senté para sacarme los zapatos y las medias. El hombre se sentó junto a mÃ, dejó a un lado la pala y se quitó las botas.
—¿Sabe nadar? —pregunté—. ¿Por qué no me acompaña?
—No, don. Yo lo miro, si le parece. Y traje la pala, por si se le ocurre un nuevo plan.
Me incorporé y caminé hacia el mar. El agua estaba frÃa, pero sabÃa que el hombre me miraba y no querÃa echarme atrás.
Cuando regresé, el cavador ya no estaba.
Con un sentimiento de fatalidad busqué posibles huellas hacia el agua, por si acaso habÃa seguido mi sugerencia, pero no encontré nada y entonces decidà volver. Revisé el pozo y los alrededores. En la casa, recorrà las habitaciones con desconfianza. Me detuve en los descansos de la escalera, lo llamé en voz alta desde los pasillos, algo avergonzado. Más tarde salÃ. Caminé hasta el pozo, me asomé y lo llamé otra vez. No se veÃa nada. Me acosté boca abajo en el suelo, metà la mano y tanteé las paredes: se trataba de un trabajo prolijo, de aproximadamente un metro de diámetro, que se hundÃa hacia el centro de la tierra. Pensé en la posibilidad de meterme, pero enseguida la deseché. Cuando apoyé una mano para levantarme, los bordes se quebraron. Me aferré a los pastizales y, paralizado, oà el ruido de la tierra cayendo en la oscuridad. Mis rodillas resbalaron en el borde y vi cómo la boca del pozo se desmoronaba y se perdÃa en su interior. Me puse de pie y observé el desastre. Miré con miedo a mi alrededor, pero el cavador no se veÃa por ningún lado. Entonces se me ocurrió que podrÃa arreglar los bordes con un poco de tierra húmeda, aunque necesitarÃa una pala y algo de agua.
Volvà a la casa. Abrà los placares, revisé dos cuartos traseros a los que entraba por primera vez, busqué en el lavadero. Al fin, en una caja junto a otras herramientas viejas, encontré una pala de jardinerÃa. Era pequeña, pero servÃa para empezar. Cuando salà de la casa, me encontré frente a frente con el cavador. Escondà la pala detrás de mi cuerpo.
—Lo estaba buscando, don. Tenemos un problema.
Por primera vez, el cavador me miraba con desconfianza.
—Diga —dije.
—Alguien más ha estado cavando.
—¿Alguien más? ¿Está seguro?
—Conozco el trabajo. Alguien ha estado cavando.
—¿Y usted dónde estaba?
—Afilaba la pala.
—Bueno —dije, tratando de ser terminante—, usted cave cuanto pueda y no vuelva a dispersarse. Yo vigilo los alrededores.
Vaciló. Se alejó algunos pasos pero al fin se detuvo y se volvió hacia mÃ. DistraÃdo, yo habÃa dejado caer mi brazo y la pala colgaba junto a mis piernas.
—¿Va a cavar, don? —me miró.
Instintivamente oculté la pala. Él parecÃa no reconocer en mà al hombre que yo habÃa sido para él hasta un momento antes.
—¿Va a cavar? —insistió.
—Lo ayudo. Usted cava un rato y yo sigo cuando se canse.
—El pozo es suyo —dijo—, usted no puede cavar.
El cavador levantó la pala y, mirándome a los ojos, volvió a clavarla en la tierra.
Fuente: https://campus.almagro.ort.edu.ar/lengua/articulo/1342056/-el-cavador-de-samanta-schweblin
¿Te gustó este cuento de Samanta?
Podés leer más textos suyos en mi biblioteca!
¿Querés profundizar tus habilidades lectoras?
¡Sumate al Laboratorio de lectura!
Hola Samanta. He leido tu cuento «El cavador» y siempre que leo dejo un comentario porque asà me gusta que hagan con mis escritos. De lo contrario me siento como un fantasma.
Creo que el cuento genera un misterio desde el inicio, eso es algo que me gsutó mucho. La raresa del relato que abre en mil pedazos la imaginación del lector. También creo que hay un punto de inflexión y es exactamente aquÃ: «Cuando apoyé una mano para levantarme, los bordes se quebraron. Me aferré a los pastizales y, paralizado, oà el ruido de la tierra cayendo en la oscuridad. » Aquà se alcanza el climax, también me gustó. De ahà en adelante, esperé un remate, algo surreal, pero esto es por mi sesgo particular hacia la realidad ficcionada. En resumen, me gustó. El final que siempre es dificil, lo hubiera hecho más sorprenderme. Saludos. Carlos
¡Muchas gracias por tu aporte, Carlos! Soy Ceci Maugeri. Ojalá pudiera asegurarte que Samanta va a leer el comentario, pero es una posibilidad bastante lejana. Igualmente me parece re valiosa la intención 😀