Hoy comparto los comienzos de dos novelas con estéticas opuestas. En un rincón, El extranjero, de Albert Camus, con frases cortas y predominio del Preterito Perfecto Simple (recibí, tomé, comí, esperé, pensé). En otro rincón, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, con oraciones largas con muchas subordinadas y predominio del Pretérito Imperfecto (me despertaba, me parecía, me describía). Elijan una de las dos opciones y escriban una pequeña escena en primera persona donde puedan experimentar el estilo elegido.
Comienzo de El extranjero, de Albert Camus
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.
Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije «sí» para no tener que hablar más.
El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»
Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
Fuente: Ciudad Seva.
Comienzo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust
Durante mucho tiempo, me acosté temprano. A veces, nada más apagar la vela, los ojos se me cerraban tan deprisa, que no tenía tiempo de decirme: «Me duermo». Y, media hora después, al pensar que ya era hora de buscar el sueño, me despertaba; quería dejar el volumen que creía tener aún en las manos y apagar de un soplo la luz; mientras dormía, no había cesado de reflexionar sobre lo que acababa de leer, pero esas reflexiones habían cobrado un cariz algo particular; me parecía que era yo mismo aquello de lo que hablaba la obra: una iglesia, un cuarteto, la rivalidad entre Francisco I y Carlos V. Esa impresión sobrevivía unos segundos a mi despertar; no repugnaba a mi razón, pero me pesaba como escamas sobre los ojos y les impedía advertir que la palmatoria ya no estaba encendida. Después empezaba a resultarme ininteligible, como tras la metempsícosis los pensamientos de una vida anterior; el asunto del libro se separaba de mí y me sentía libre para prestarle o no atención; en seguida recobraba la visión y me resultaba extrañísimo encontrar a mi alrededor una obscuridad suave y relajante para mis ojos, pero tal vez más aún para mi espíritu, al que parecía cosa sin motivo, incomprensible, algo en verdad velado. Me preguntaba qué hora podía ser; oía el pitido de los trenos, más o menos lejano, como el canto de un pájaro en un bosque, que, al indicar las distancias, me describía la extensión del campo desierto por el que se apresura hacia la cercana estación el viajero, a quien – con la excitación procurada por lugares nuevos, actos inhabituales, la charla reciente y las despedidas bajo una lámpara ajena, que aún lo acompañan en el silencio de la noche, y la cercana dulzura del regreso– el caminito recorrido se le quedará grabado en la memoria.
Traducción de Carlos Manzano.
Fuente: Prometee