Por Ceci Maugeri

El grupo de teatro sí que sabía cómo divertirse. Fiesta va, fiesta viene, pasaron dos años y empecé a cuestionarme la elección de la carrera. Estudiar me resultaba fácil porque siempre fui muy nerd (y por lo tanto tenía muchísima práctica en tragar libros) y me encantaba la materia. Pero había algo en el ambiente, en el día a día, que me bajoneaba profundamente. No me veía trabajando de estudiar (que es a lo que creía que se dedicaban los investigadores). En cambio, en teatro había descubierto las posibilidades de mi cuerpo y de mi voz, me la pasaba bailando en las fiestas y nunca más hablé para adentro. Sentía que pertenecía a un grupo divertido, buena onda, que entendía de qué iba la vida (de pasarla bien, claro está) y quería quedarme ahí. Estaba viviendo mi Hakuna Matata personal.

Ese año me la pasé en el teatro: iba a clases cuatro veces por semana y estaba ensayando una obra de danza-teatro en la que actuaba. El resto del tiempo daba clases de apoyo de Lengua. ¿Y la facultad? Bien gracias: cada vez cursaba menos materias.

El teatro me sedujo tanto que empecé a sentirme tironeada. Tenía la imagen de estar parada sobre dos bloques de hielo que se separaban cada vez más y sentía que, si no elegía rápido uno de los dos y saltaba, me iba a caer al agua helada y morir de hipotermia. Mi cabeza suele elegir la estética “dibujo animado” para presentarme los escenarios más temidos. Ahora lo escribo y suena ridículo, pero en el momento siempre logra darme miedo.

Decidí jugármela por el teatro simplemente porque la pasaba mucho mejor que en la facultad. El siguiente cuatrimestre no me anoté en ninguna materia y, en cambio, empecé a ir a castings de publicidad para ver si era viable tomarme la actuación como un trabajo.

En esas estaba cuando vi una convocatoria de Argentores para un taller gratuito de Dramaturgia que coordinaba Alejandro Tantanian. Escribir teatro: qué buena solución para vivir en los dos mundos a la vez. Me postulé y quedé, no lo podía creer. La propuesta era escribir tomando otro texto como punto de partida. Yo elegí Un mundo alucinante, de Reinaldo Arenas. Me había quedado patente la imagen de un infierno bastante bizarro. Yo me lo imaginaba como una mezcla entre Dante y Dalí. Mientras escribía, además, apareció con muchísima fuerza todo lo que había estudiado en la facultad. Especialmente cuestiones de Lingüística.

Se me ocurrió la siguiente hipótesis: ¿qué pasaría si una persona hablara usando un mismo verbo para todos los verbos y un mismo sustantivo para todos los sustantivos? Me acordé de un hombre que trabajaba con mi papá que nos hacía morir de la risa porque, cuando no le salían las palabras, decía cosas como “soliviame la escalera” en lugar de “sosteneme la escalera” y “alcanzame el comué” en lugar de “alcanzame el martillo”. Pero nunca dijo “soliviame el comué” y a mí me daba mucha intriga cómo sería un diálogo así, con verbo y sustantivo únicos.

Así fue como surgió el personaje de Ximena, una chica que solo usaba un verbo (“soliviar”) y un sustantivo (“comué”) para comunicarse. La madre de Ximena estaba muy preocupada y la había paseado por cuanto especialista le habían recomendado, hasta que llegó al consultorio de una fonoaudióloga muy particular que trabajaba en conjunto con una cátedra de neurolingüistas. La fonoaudióloga le comentó que había una solución posible pero que tendrían que donar la lengua de Ximena para aportar a la investigación. Y acá es donde la historia se complejiza, porque me metí en una dimensión en la que se confundía todo el tiempo lo literal con lo metafórico. Entonces, para donar la lengua, se la sacaban y la estudiaban por fuera de su cuerpo.

El siguiente paso del experimento era exponer a Ximena al primer hablante del español del que hay registro escrito: el Mío Cid. Sí, ya sé: un delirio. Pero eso no es nada. Se sigue enloqueciendo la cosa. Resulta que este grupo de lingüistas había armado, dentro de un laboratorio secreto, un “lengüario”, es decir: una especie de zoológico de hablantes del español en el que cada variedad lingüística tenía un representante viviendo en su hábitat natural. Por ejemplo: un mexicano en un desierto con cactus. Todo bien estereotípicamente exagerado, esa era la idea. 

A este cocktail se sumaban algunas teorías conspiranoicas que yo tenía acerca de la Medicina y una primera aproximación al feminismo que le imprimían al texto una pretensión “de denuncia”. Por ejemplo, tomaba la idea de la antigüedad griega de que el conocimiento se transmitía a través del semen y entonces el experimento consistía en que Ximena tuviera relaciones con un clon del Mío Cid. Pero esperate que se enrarece más todavía: el Mío Cid muere al momento de eyacular y el equipo logra salvar una muestra de semen y reproducirlo hasta llenar una pelopincho para poder sumergirse en él y así “bucear en el conocimiento”. Ah, sí, porque además todo tenía una estética muy trash post crisis del 2001. A todo esto, cuando se metían en la pelopincho, se generaba un efecto tipo Querida, encogí a los niños y los investigadores se encontraban con otra versión del Mío Cid que vivía en su semen.

Hasta acá es el argumento del comienzo de la obra, los primeros quince minutos. Es todo re loco pero ponele que más o menos se puede seguir. Y a partir de ahí, la obra se vuelve tan delirante que aún hoy soy incapaz de explicarla. Digamos que me engolosiné con todo: los portales mágicos a otras dimensiones, los personajes que se transforman en otras cosas, el ida y vuelta entre el nivel literal y el metafórico, la burla al machismo, la crítica al aspecto manipulador de la ciencia. Todo esto centrifugado a tal punto que, como no sabía cómo terminar la obra, mandé una explosión y los personajes quedaron volando por el éter.

Así y todo, yo estaba súper entusiasmada porque los comentarios de mis compañeros de taller eran muy elogiosos y recibía muchas felicitaciones por la imaginación frondosa que tenía. Supongo que, justamente por eso, yo seguía y seguía metiendo ramificaciones y floreando mi escritura.

Cuando terminé de escribir un primer borrador, le pedí a mis amigos de teatro que hiciéramos una lectura en voz alta para escuchar cómo sonaba y ver si tenía sentido. Yo estaba muy cerca del material y me parecía que había escrito una obra maestra. Y mis amigos se mataban de la risa leyendo. Les parecía un delirio, sí, pero un delirio hermoso. Cuando la lectura terminó, uno de ellos me dijo:

Ceci, la tenés que hacer. La vas a hacer, ¿no?

Hasta ese momento, yo no había pensado en poner la obra en escena. Pero, al escuchar la propuesta, me pareció que sí, que eso era lo que tenía que hacer. Aunque no tenía ni idea de cómo dirigir a un grupo de actores ni poner en escena un texto teatral. Les compartí mis dudas y, para mi sorpresa, algunos de ellos se ofrecieron a actuar en la obra. Listo, dije, lo hacemos. ¿Qué tan difícil puede ser?

Nos pusimos manos a la obra. Alquilamos una sala de ensayo entre todos y nos reunimos una vez por semana, los domingos a las siete, para evitar la depresión prelunes. Tenía asistente de dirección y todo. Al principio hubo mucha rotación de actores, no terminábamos de tener el elenco completo y eso ahuyentaba a los que tenían expectativas de algo más profesional. Pero eso no nos detenía: ensayábamos escenas sueltas con los personajes que ya estaban asignados y avanzábamos como se podía. Metíamos tercer tiempo y asado a morir y hasta llegamos a organizar una fiesta para juntar plata.

Estuvimos todo un año armando la obra y, con vistas a estrenar al año siguiente, se me ocurrió pedir un subsidio. Entonces sumamos al equipo un escenógrafo, una iluminadora y una vestuarista que hicieron sus diseños de onda, porque eran amigos también, y nos pasaron un presupuesto para agregar a la carpeta con toda la documentación de la obra. También teníamos que presentar un video de la obra completa. Y ahí entró en acción otra amiga que filmaba. El asistente y yo nos dispusimos a ver la obra entera por primera vez, porque, hasta ese momento, siempre habíamos ensayado de a puchitos. Cuando terminó, comprendí la fatalidad: la obra no tenía sentido. Y no era un problema del elenco o de mi inexperiencia como directora. La obra no se entendía porque había muchos problemas en el texto. Yo me había manejado con un primer borrador toda segura de que estaba buenísimo… Y nadie me había contradicho. Me sentí como el personaje de “El traje nuevo del emperador” desfilando por el pueblo completamente desnuda.

No entendía por qué toda esa gente me había seguido ni por qué nadie me había parado. No podía estrenar la obra así, no quería hacer un papelón y mucho menos exponer de esa manera al elenco. No me acuerdo cuántos días estuve sin dormir. Hasta ese momento yo estaba jugando, viviendo el sueño de la piba, creando con un grupo súper divertido, en mi salsa. Nunca había sopesado el tema de la responsabilidad que tenía como autora y directora de la obra. Al fin y al cabo, tenía solo veintidós años: toda la audacia a favor y la inconsciencia en contra.

Después de ese baño de realidad, reuní al grupo y dije lo que veía: la obra no se entiende, no podemos hacer un papelón. Les prometí que iba a reescribirla y que, una vez lista, los iba a volver a convocar. Pero que, por supuesto, no pretendía que me esperaran. No recuerdo las palabras exactas, pero la sensación que me dio la respuesta del grupo fue: menos mal que lo dijiste, porque pensábamos lo mismo y no sabíamos cómo decírtelo. ¿O sea que, si yo no me daba cuenta, íbamos a estrenar este delirio?, pensé. Pero no dije nada más.

Sentí alivio al no estrenar la obra, pero también mucha culpa y vergüenza por no haber visto lo evidente. Creía que había arrastrado al grupo al abismo. Por suerte, había frenado justo a tiempo. Y sí, seguía en la misma tónica trágica con estética de dibujo animado.

Intenté reescribir la obra varias veces, pero no hubo caso. Hasta el día de hoy me debato entre la idea de que fue un paso necesario para aprender y que no hace falta concretarla y la sensación de que la propuesta está buena, sigue viva en mí y solo me hace falta entender cómo se cuenta la historia para volver a empezar.

Sea como sea, Comué tiene un lugar privilegiado en mi historia y en mi corazón: siempre va a ser mi primera obra, se estrene o no alguna vez. Quién sabe. Hagan sus apuestas.

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