Les propongo un ejercicio a partir de un cuento de Silvina Ocampo, donde trabaja de diferentes maneras con el miedo: describiendo cómo se siente en el cuerpo, planteando una escena donde se manifiesta y enumerando las distintas clases que pueden experimentarse. Probá uno de los tres abordajes para expresar otra sensación o sentimiento.
Los que se animen, pueden enviarme sus textos aquí.
¡Inténtenlo en sus casas!
El miedo (fragmento)
¿En qué parte del cuerpo se localiza el miedo? ¿En qué parte se multiplica? ¿En el centro del pecho? En el nacimiento de la garganta va bajando hasta el estómago, se demora en las piernas, en las rodillas preferentemente, y llega hasta los pies, sube de nuevo y castiga los brazos, le pone guantes a las manos y un corpiño ajustadísimo al pecho. Yo aconsejaría no consultar ningún espejo cuando el miedo coloca la mano sobre la garganta. La supresión del miedo causa estragos, no permite que el pelo obedezca a ningún cepillo, a ningún peine. Arrodillarse no es posible, sentarse tampoco, ponerse de pie no es admisible, aunque uno quiera huir a toda costa e intente hacerlo. La petrificación es inevitable. La sensación de ser piedra o de ser hielo o de ser objeto herido que envidia la suerte de cualquier hombre que está pasando por la calle. El corazón late, único signo de vida que no deja respirar. Las maderas crujen, suena un timbre. ¿Quién es? Al aproximarme a la puerta, el timbre deja de sonar. ¿Quién? Nadie contesta. Vuelve a sonar. ¿Quién llama? Nadie contesta. Entonces, entonces, ¿qué se me ocurre? Nace la idea de la salvación, para no estar sola, porque la salvación está en conseguir que el miedo resida tal vez en gran parte en la soledad. Si una voz no contesta, surge el miedo que responde. (…) Hay muchos miedos, tantos como pelos tenemos en la cabeza, que han invadido la televisión que hasta dan ganas de no escribir sobre ellos ni pensar en ellos. El miedo a la oscuridad, a la luz, a la nitidez, a la vaguedad; el miedo al conocimiento y a la ignorancia; el miedo a esperar, a dejar de esperar; el miedo a la infancia, a la madurez, a la vejez, a ninguna edad; el miedo a uno mismo, al objetivo panorámico, al objetivo microscópico, al desplazamiento, a la desaparición, a la penumbra, a la inmovilidad, a los hombres con cara de animales, a los animales con cara de hombres, a las entrañas de la tierra, a las propias entrañas, al silencio absoluto, al ruido, a lo que ven nuestros ojos, a lo que se esconde, a lo que palpa la mano, a la violencia de la inercia, a la sociedad, al apetito, a vegetar, a rememorar, a olvidar, al conglomerado de la nada, a lo divino, a lo diabólico, a ser o no ser, a los astros, a lo sobrehumano, a lo humano, a bramar, a la transformación, a la transmigración del llanto, prólogo de la ausencia, al temblor próximo de la presencia, al polvo que oblitera las formas, a la aspiradora que las renueva, al alarido, a todas las formas de los relojes y de los espectáculos, al reino de los insectos y de la crueldad, disfraz de la bondad que nadie percibe, a las joyas con dos caras y dos colas, al paisaje que nunca volverá, a las palabras que pierden el sentido y que se ocultan dentro del más sereno de los pensamientos, como en una caja de fósforos, los fósforos ya usados, o los estambres de las magnolias demasiado abiertas.
Publicado en Cornelia frente al espejo, 1988.