Esta propuesta viene con dos pasos. El primero es hacer un listado de acciones que impliquen movimiento. Cuanto más precisos sean, mejor va a salir el ejercicio (por ejemplo, no es lo mismo «correr» que «una anciana corriendo una maratón»). El segundo es leer el fragmento de El mundo alucinante de Reinaldo Arenas y desarrollar una de las acciones de la lista subiendo el volumen, es decir, exagerando lo más posible. El objetivo es agrandar tanto la acción que termine transformándose en otra cosa. Por ejemplo, la anciana corrió tanto que terminó levantando vuelo. Escriban un pequeño relato de esa transformación.

 sujeto de sí mismo

El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas (fragmento)

Es un condenado a perpetuidad dijo el alguacil.

Y el fraile subió a la última celda de la prisión. Y allí empezaron a encadenarlo. Del cuello le amarraron una cadena gruesa: “la cadena madre y central”, que le daba después dos vueltas a la cintura, la amarraba los pies y volvía a rematar en el mismo sitio del cuello. Esta cadena pasaba a su vez por dos puntales de hierro, que escoltaban al fraile en forma de “guardacantones”, y estos “puntales” se adherían a un barrote, que se sembraba en el suelo. De modo que el fraile tenía que permanecer acostado, sin poder levantarse nunca. Otra cadena, de menos grosor, se ataba a la cadena central por la cintura del fraile, le daba muchas vueltas y luego salía, en línea recta, rumbo a la cabeza, donde le bordeaba la frente como una diadema, y bajaba hasta los pies, rodeándolos de acero; de modo que el fraile no podía mover la cabeza ni a un lado ni a otro.

En el mismo sitio en que esta cadena le daba una vuelta a la frente, le ensartaron otra cadena que partía a todo lo largo del cuerpo e iba a enrollarse en sus rodillas. Le daba ocho vueltas a cada rodilla y luego volvía a salir rumbo a la nuca, a la cual rodeaba, no sin ceremonia, y volvía a bajar, para rematar en la cintura del fraile, donde formaba un gran nudo, de modo que el fraile no podía mover las rodillas, y su respiración tenía que ser breve, pues las paredes del estómago estaban amuralladas. Era de esta muralla de donde partían diez cadenas del mismo grosor (bastante finas, pero muy fuertes). La primera de esta red de cadenas iba a enrollarse en la nariz del fraile, le daba tres vueltas a ésta, que por ser bastante larga permitía ese amarre, y luego salía rumbo a una de las orejas, la traspasaba como un arete, le daba diez vueltas (aunque tal vez fueran más, ya que los carceleros casi no sabían contar), y partía rumbo a la otra oreja, a la cual bordeaba nueve veces, según dicen, y de allí salía a bordear dos de los colmillos del fraile, se intercalaba entre todos los dientes, aprisionaba la lengua por siete partes distintas y remataba en la campanilla, en la cual hacía un nudo: de modo que el fraile no podía hablar, ni tampoco respirar por la nariz; tampoco, desde luego, podía oler. (…)

¿Y qué era de la vida de aquél hombre que permanecía en el interior de aquella red asfixiante? Fray Servando se había ido adaptando a las prisiones. Y ya ésta le resultó dura, pero no tanto. De manera que aprendió a tomar el aire a través de la red de cadenas, y aprendió a succionar aquella agua podrida, que le lanzaban sobre el rollo metálico que le ocultaba la cara; de modo que la sopa que le servían un lunes (siempre por la tarde) humedecía su rostro el sábado ya bien de mañana. Y por los cambios de temperatura que se observaban en su ferroso encierro, por el calentamiento o enfriamiento del enrejado, sabía el fraile de la llegada del día y de su retirada, de la entrada en la noche y del amanecer. Y de haberse prolongado aquel encierro, con los años, habría aprendido a traspasar con la vista el hierro y el techo, y ver el cielo, el sol y los buitres revoloteando por encima de la prisión… Y como fue adelgazando hasta que sus huesos se redujeron de volumen, el encadenamiento se le hizo más soportable y hasta podía, de vez en cuando, mover ligeramente el abdomen y respirar (…)

Y mientras tanto los carceleros hacían conjeturas y temían: veían veían aquella mole en la penumbra. La veían centellear. Y temían. Y el temor les hacía despertar nuevos temores. De manera que sobre aquellas cadenas se amontonaron más cadenas, y sobre aquellas más cadenas volvió a colocarse una nueva red de cadenas. Pero los carceleros seguían temiendo por la audacia del fraile, y también por la bestialidad de la obra que ellos estaban haciendo. Por lo que se pidió una nueva remesa de cadenas; y dos bergantines vinieron de Inglatera. Y toda aquella carga reluciente fue colocada sobre la chatarra ya enmohecida, que empezaba a traspasar las paredes. Y la cárcel casi se bamboleaba bajo aquel peso; pero los carceleros seguían temiendo, y se reunían en los pasillos, temerosos. Y empezaban a temer por sus temores. Y se agazapaban en los rincones y señalaban para la celda del fraile. Y por las noches alguno enloquecía, y luego decía que desde la celda del condenado se habían oído gritos y desprendimientos de cadenas y que en las paredes (y esto sí era cierto) se habían escuchado crujidos… (…)

Por último, se le suprimió la comida al fraile y sólo se le abastecía de cadenas. La tarea era febril: día y noche no se oía más que aquel ascenso de cadenas que se arrojaban sobre un cuerpo ya remoto… Y los carceleros seguían temiendo… Hasta que llegó el momento: los aterrorizados guardianes oyeron el crujir y se refugiaron, abrazados, en las celdas más bajas. Luego oyeron de nuevo el nuevo crujir, y siguieron refugiándose. Y al momento se escuchó un estallido de las paredes, un estallido del piso y un estallido de toda la prisión. Era el peso de las cadenas del fraile que, al fin, había echado abajo toda la cárcel, que ya no existía más. Y los escombros de las rejas fueron abriéndose paso a través de otros escombros. Y el fraile, encadenado, se vino abajo, entre aludes de piedras y chirridos de grilletes, que se retorcían y cedían. Así fue rodando aquella masa de cerco piso por piso, hasta convertir en polvo todas las galerías y echar por tierra las infernales celdas, hasta llegar al piso más bajo y aplastar, de un solo golpe, a todos los temerosos carceleros. Y el alcaide, al sentir el estrellamiento de los grillos, echó a correr campo abajo, pero un bloque de piedra lo alcanzó en el cuello y lo hizo detener, hasta que el fraile, en su vertiginoso giro, le cruzó por encima… De modo que la prisión quedó reducida a piedras dislocadas. Pero he aquí que fray Servando sigue encadenado y como la prisión estaba sobre una pendiente, prosigue dando vueltas dentro de su armazón, destruyendo aldeas y sepultando poblaciones completas. Así cruzó toda Sevilla, desbordando el Guadalquivir y pulverizando juncos, ranas, pájaros y marismas. Luego continuó hasta Madrid, asolándolo. Y de allí retrocedió, pasando por El Escorial y reduciéndolo a una montón de piedras, sin dejar un árbol en pie. Asoló las dos Castillas, y bajó luego por Cádiz, sumergiendo el puerto. Así iba el fraile, rodando dentro de sus propias cadenas, que ya se resquebrajaban y cedían. Así iba, hasta que atravesó, de un golpe, toda la sierra de León. Y fue, balanceándose (únicamente atado por la cadena central), hasta llegar al mar. Pero antes tropezó con unos acantilados, y la cadena central cedió, y los puntales cedieron. Y el fraile cayó libre sobre las olas, tan espumosas, que no cesaron, ni por un momento, de estrellar a los cangrejos contra los imperturbables farallones de la costa. Y hacerlos añicos.

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